Momento delicuescente


Si hubiese existido en aquel momento una licuadora
fantástica
que aplastara la estructura íntima del tiempo
extrayendo así su jugo emocional;
si se hubiese aplicado semejante artilugio
a aquel instante eterno
en el que me estabas mirando desde el otro lado de una lámina de vidrio,
frontera última entre nuestras vidas;
la aplicación
habría resultado ser superflua.

Vi aquel segundo al trasluz y era tan denso
que se veía la tristeza como el rocío sobre las telas
de las arañas.

No debe de haber nada tan triste como ver partir un tren.

Aquella cantidad inexplicable del devenir
manaba tan lentamente como la miel que cae,

pero la miel caerá y el tiempo terminará por pasar.

Y al recobrar el ritmo artificial de los relojes,
salir el tren de la estación, no estar tú ya conmigo,
se sacudió la tela, elástica, pero irrompible,
y la tristeza me salpicó la cara.

Y los extraños me vieron salir de allí secándome con un pañuelo
lo que imagino que supusieron típicas lágrimas.

Llegará...



Llegará, hay que tenerlo por seguro,
un último latido, una última respiración,
y no será malo por si mismo.
Pero ese reflujo traerá la sed del agua
que no hemos bebido
y temo a esa sed más que a la muerte.
Y en la ribera del río veo pasar el tiempo y encima lloro.

Elogio del alto entendimiento





Desde el momento en que la única pauta del proceso compositivo es la propia forma de cada obra, no exigencias generales tácitamente aceptadas,deja de poderse "aprender" de una vez por todas qué es música buena o mala. Quien quiera juzgar debe afrontar las cuestiones y antagonismos intransferibles de la creación individual, sobre la cual nada le enseñan la teoría musical general ni la historia de la música. De ello apenas nadie sería ya capaz más que el compositor avanzado, al cual la mayoría de las veces repugna la mentalidad discursiva. Él ya no puede contar con los mediadores entre él mismo y el público. Los críticos se atienen literalmente al alto entendimiento de la canción de Mahler*: valoran según lo que entienden y no entienden; pero los ejecutantes, sobre todo los directores, se dejan guiar totalmente por aquellos momentos de lo ejecutado de eficacia e inteligibilidad más evidentes. Por eso la opinión de que Beethoven es inteligible y Schönberg ininteligible es objetivamente un engaño. Mientras que en la nueva música al público ajeno a la producción la superficie le suena extraña, sus fenómenos más típicos están precisamente expuestos a los presupuestos sociales y antropológicos que son los propios de los oyentes. Las disonancias que espantas a éstos hablan de su propia situación: únicamente por eso les son insoportables. A la inversa, el contenido de lo harto familiar es tan remoto para lo que hoy en día pende sobre los hombres, que la propia experiencia de éstos apenas comunica ya con aquella de la que da testimonio la música tradicional. Cuando creen entender, meramente perciben el molde muerto de lo que custodian como posesión indiscutible y es algo ya perdido desde el momento en que se convierte en posesión: algo neutralizado, privado de su propia sustancia crítica, un espectáculo indiferente. De hecho, en la comprensión que el público tiene de la música tradicional sólo entra lo más grosero, ocurrencias que se pueden retener: pasajes, ambientes y asociaciones ominosamente hermosos. Para el oyente educado por la radio, la coherencia musical en que se basa el sentido resulta tan oculta en cualquiera de las sonatas tempranas de Beethoven como en un cuarteto de Schönberg, el cual al menos le advierte de que su cielo no pende lleno de violines en cuyo dulce sonido él se embelesa. Por supuesto, de ningún modo se está diciendo que una obra sólo cabe entenderla espontáneamente en su propia época, que fuera de ella queda necesariamente a merced de la depravación y el historismo. Pero la tendencia social general, que ha eliminado de la consciencia y del inconsciente del hombre aquella humanidad que una vez constituyó el fundamento del patrimonio musical hoy corriente, hace que la idea de humanidad se repita gratuitamente en el ceremonial vacío del concierto, mientras que la herencia filosófica de la gran música únicamente ha recaído en lo que desdeña esa herencia. La industria musical, que envilece el patrimonio al exaltarlo y galvanizarlo como algo sagrado, confirma meramente el estado de consciencia de los oyentes en sí, para los que la armonía abnegadamente alcanzada en el clasicismo vienés y la desatada nostalgia del romanticismo se han convertido en algo así como objetos de decoración doméstica listos para ser consumidos uno junto al otro. En verdad, una escucha adecuada de las mismas piezas de Beethoven cuyos temas va silbando uno en el metro requiere un esfuerzo mucho mayor que el de la música avanzada: quitar el barniz de falsa exhibición y los modos reaccionarios adheridos. Pero como la industria cultural ha educado a sus víctimas en la evitación de todo esfuerzo durante el tiempo libre que se les concede para el consumo espiritual, ellas se aferran tanto más a la apariencia que obstruye la esencia.La interpretación que prevalece, pulida hasta lo deslumbrante incluso en la música de cámara, favorece esto. No se trata meramente de que los oídos de la población están tan inundados de música ligera que la otra les llega como lo opuesto coagulado, como la "clásica"; no es meramente que la capacidad perceptiva está tan obturada por los omnipresentes éxitos del momento que la concentración de una escucha responsable se hace imposible y está inundada de vestigios de la memez, sino que la sacrosanta música tradicional misma se ha convertido, por el carácter de su ejecución y por la vida de los oyentes, en idéntica a la producción comercial en masa, y ésta no deja de contaminar su sustancia.




*En "Elogio del alto entendimiento", canción de Gustav Mahler incluida en su ciclo El cuerno maravilloso del muchacho [Des Knaben Wunderhorn] se cuenta cómo un cuco, juez en un certamen de canto, declara vencedor a un congénere frente a un ruiseñor.




Th. W. ADORNO, hacia 1940

Filosofía de la Nueva Música, Th. W. Adorno, AKAL/Básica de bolsillo, 74

Alopecia IV





Me dejas la bañera llena de pelos.
Son pelos lisos, negros,
largos, como animales
muertos. Como
insectos.
Como miriápodos
cadavéricos.
Son tús muertos,
trozos de tú finitos,
delimitados,
distintos del blanco de la bañera,
abandonados al grifo
mío, carroñero.
Son más tú tus pelos que yo,
son más tú que tu bañera,
más que cualquiera.
Me pregunto, entre ellos,
cuál será más tú, aunque son tan parecidos,
me pregunto qué eres tú,
que ya no son ellos, qué tú estarás siendo ahora
que ya no eres ellos, que son sólo tús
muertos.
¿Me querrás tú, como ellos me quisieron?

Alopecia III

Hoy te has ido para siempre.
Resulta tan increíble
teniendo tu cuerpo presente
que, aún tendido en el lavabo,
aún, antes de abrir el grifo,
pertenezcas ya al pasado...

Alopecia II

Te veo ante mí
por última vez.
Postrado , cobarde,
por fin abandonas
la nave.

Corta vida llena
de posturas quietas,
de idas y venidas,
de amores y penas.

Dejas para siempre
un vacío estéril,
un claro en el bosque;
otro punto débil.

Alopecia I

Pues cáete, desertor de mierda.
Quien quiera seguir que siga, quien no,
¡alopecia!

diamante o párpado

Acaso  el preciosismo  en la poesía   dependa  de la joya en la mirada: si es un diamante o un párpado,  es decir, si multiplica u opaca. Te...